En cada elección presidencial reaparece la misma pregunta: ¿qué lugar tendrá la ciencia en los programas de gobierno? Las respuestas, cuando existen, suelen orbitar en torno a lo de siempre: más financiamiento para la investigación, mejoras en la carrera científica, fomento del capital humano avanzado, o fortalecimiento de la cooperación internacional. Todo eso importa, sin duda. Pero hay una dimensión fundamental que sigue sistemáticamente ausente del debate: la gestión del conocimiento.
La ciencia, por más rigurosa o innovadora que sea, no se transforma automáticamente en política pública, en soluciones concretas o en herramientas para la toma de decisiones. Entre quienes producen conocimiento y quienes lo necesitan —el Estado, la industria, los territorios— existe un espacio intermedio, difuso, pero crucial: la interfaz entre ciencia y política. Es en este territorio donde se traducen lenguajes, se construyen confianzas, se identifican ventanas de oportunidad y se negocian sentidos. Y ese territorio, en Chile, carece de institucionalidad, financiamiento y una política pública que lo respalde.
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